En la década de los 90 el profesor Rosenberg de la Cátedra de Salud Pública de la Facultad de Medicina de Harvard publicó dos informes que señalaban que un 45% de los pacientes norteamericanos después de acudir a consulta con sus médicos se dirigían a pedir ayuda a profesionales de las denominadas “medicinas alternativas”.
Los pacientes buscaban asesoramiento nutricional, apoyo emocional o psicológico, reducir el dolor sin tomar más medicamentos o mejorar el sueño sin hipnóticos. Buscaban apoyos donde no se les ofrecía.
Para la medicina privada norteamericana este “despilfarro” de recursos –40.000 millones al año, calculaban–, era imposible de aceptar. El sistema sanitario lo veía desde un plano económico y la propuesta que ofrecieron fue simple: desarrollar consultas “paralelas” de algunas prácticas “inocuas” y “aceptables” dentro de los hospitales como, por ejemplo, acupuntura o nutrición. Fracasaron. Y lo hicieron porque sencillamente la propuesta era artificial ya que no había intercambio ni comunicación entre ellos. Los que pensaban desde lo ortodoxo aquello lo veían como acientífico y fuera de lugar, y los heterodoxos sentían rechazo visceral ante cualquier práctica oficial, viéndoles como profesionales vendidos a las casas farmacéuticas. Años más tarde, un grupo médico comprendió realmente lo que estaba pasando: las personas enfermas buscaban profesionales con amplios conocimientos científico-técnicos, pero también buscaban atención médica y apoyo humano. Necesitaban cuidados y no sólo medicamentos que tenían más o menos utilidad y al mismo tiempo amplios efectos secundarios; buscaban cercanía y no sólo tecnología punta. Buscaban que les vieran como personas con una enfermedad y no como “el paciente de la 405”. Necesitaban hablar y explicarse. Y ser escuchados. Y hacerlo apoyándose en certezas. Y además, su opinión debía ser respetada tras ser informados con veracidad de todas las opciones.
Esta nueva forma de hacer medicina se denominó Medicina Integrativa (Integrative Medicine), y representa un auténtico nuevo paradigma médico –un nuevo modelo de hacer medicina–, que en realidad es un modelo antiguo porque recupera la visión hipocrática del “arte de recuperar la salud”. Este modelo nuevo/antiguo fusiona los conocimientos de la medicina occidental, científico-tecnológica –medicina de la evidencia–, con algunos instrumentos terapéuticos de las hasta ahora denominadas medicinas complementarias. Se comporta como un nuevo sistema que no sólo simplemente añade instrumentos al cajón de usos. Porque no es medicina integrativa cuando simplemente se sustituye los antibióticos por homeopatía o los analgésicos por acupuntura. No es sólo eso como algunos creen. Es mucho más, porque no es una nueva especialidad, es en sí misma la medicina integral que atiende los aspectos globales del individuo: mente, cuerpo, espíritu y aspectos sociales. Y en donde el modelo de actuación entre paciente-profesional, también cambia, con un nuevo rol de paciente que se ha tratado de definir simplemente como “paciente empoderado” y que bien se podría definir como “paciente comprometido” en buen español. (ver artículo de Maria Ayla Faulin: “El paciente, piedra angular en la medicina integrativa”).
Es una práctica que entiende que el “todo” es más que la suma de las partes y desde ese punto de vista logra recuperar una forma global de ver a la persona, alejándose de un racionalismo al que es bueno reconocer su importante aportación en función de un volumen de datos y conocimientos extraordinarios, que nos alejó del espectro del principio de autoridad, pero que se sabe superado.
La medicina no es una ciencia. Es una ciencia de ciencias, que ha ido sumando conocimientos de otras aplicándolos al ser humano. Hoy, la medicina oficial es una medicina científica –con sus beneficios y sus límites–, y de ella surge la medicina integrativa, pero lo hace aceptando un principio: “ni creencias, ni prejuicios”. Se aleja tanto de los “creyentes”, aquellos que sólo les basta formar parte de una idea filosófica, sin crítica y autocrítica, como de los que en el lado opuesto, mantienen prejuicios y los cultivan, no dejándose guiar por el principio de que las cosas pueden existir aunque de ellas nada sepamos. Para ambos la Medicina Integrativa ofrece trabajo y datos.
Los médicos y profesionales que practican medicina integrativa trabajan en equipo y lo hacen bajo los principios del rigor. Porque la práctica de la medicina integrativa se hace desde el rigor y desde el principio de precaución (no dañar al paciente, y en ese “no dañar” se incluye aplicarle terapias que realmente le beneficien y que tengan una seriedad en su práctica). También se hace buscando un nuevo modelo epidemiológico que permita analizar bajo el método científico los nuevos modos integrales de este sistema.
La medicina es una ciencia de su tiempo histórico. Hay pocas actuaciones humanas tan influidas por la cultura de su tiempo, un conjunto de “mitos, ritos, leyendas” de cada sociedad. Hoy vivimos bajo un paradigma construido a principios del siglo XX y reforzado después de la II Guerra Mundial. La formación médica ha bebido de este modelo reduccionista y todos los médicos y afines han desarrollado sus actividades clínicas en este escenario. Pero en las últimas décadas se han producido algunos cambios de importancia: uno, el envejecimiento de la población –es la primera vez que cohortes enteras de población llegan a edades avanzadas y, en segundo lugar, el notable incremento de las enfermedades crónicas–, la “cronificación de la sociedad”.
La medicina que hemos practicado hasta ahora es un modelo destinado a resolver procesos agudos y se muestra ineficaz para las nuevas necesidades. Un modelo que fracasa en las enfermedades crónicas. Hoy 22 millones de personas padecen en España una enfermedad crónica. Y ante este fracaso resurge este modelo de hacer medicina más centrada en la salud y en la recuperación de la misma y no tanto en el objetivo de la enfermedad.
La Medicina Integrativa es una medicina orientada a la restitución de la salud. Restituir la salud no equivale a curar. Esta visión orientada a la salud no supone desconocer que repararemos o paliaremos en muchas situaciones y que los instrumentos farmacológicos siguen siendo un arma terapéutica de enorme valor. Pero no la única.
Frente a posiciones ideológicas –como ocurre en nuestro país–, en los EE.UU. se creó en 1993 una oficina de medicina alternativa dentro del Instituto Nacional de la Salud (NIH). Con un presupuesto inicial muy corto: 2 millones de dólares frente a los 80.000 millones globales. Hoy esta oficina es el Centro Nacional para la Medicina Complementaria y Alternativa (NCCAM) (https://nccih.nih.gov/) y ha incrementado notablemente los recursos asignados. Esta institución ha permitido desarrollar nuevos instrumentos epidemiológicos necesarios para investigar una “medicina fronteriza”, y aunque siempre podemos resaltar aspectos críticos muchos envidiamos el pragmático enfoque norteamericano de determinados asuntos.
En 1997, se crea en la Facultad de Medicina de Arizona (www.integrativemedicine.edu) el primer programa de residencia en medicina integral. Hoy ya hay más de 40 universidades norteamericanas y canadienses incorporadas a estos programas bajo el esquema del Consorcio de Centros de Salud Académicos para la Medicina Integrativa (www.imconsortium.org) que busca trasformar la asistencia sanitaria mediante estudios científicos rigurosos, nuevos modelos de atención clínica y programas educativos innovadores que integran la biomedicina, la complejidad del ser humano, la naturaleza intrínseca de la restitución de la salud y la gran diversidad de los sistemas terapéuticos.
En Europa, la Asociación Europea de Medicina Integrativa lleva años promocionando congresos médicos. Y en nuestro país, a finales del 2014, se fundó la Sociedad Española de Salud y Medicina Integrativa (SESMI) anticipándose en su denominación al nuevo concepto de salud integrativa.
Autor: José Francisco Tinao